CÓMO HUIR DE LA INQUIETUD Y EVITAR LAS PREOCUPACIONES DEL CORAZÓN
Cuando los enemigos del alma no logran que una persona viva cometiendo pecados graves, por lo menos tratan de que viva llena de inquietudes, y preocupándose por mil cosas. Y es necesario recordar que cuando se pierde la paz del corazón hay que hacer todos los esfuerzos posibles para recobrarla, y tratar de que nada en el mundo logre obtener que vivamos llenos de inquietudes o de afanes. Tenemos que considerar como dichas para nosotros aquellas palabras que fueron dichas en tiempos del profeta Elías: “El Señor no está en la conmoción y agitación” (1R 19, 9) y hacer a nuestra alma el reproche que ha Marta le hizo Jesús: “Por muchas cosas te afanas y una sola es necesaria”. Arrepentimiento pero no remordimiento. Cuando cometemos faltas debemos sentir una suave tristeza de haber ofendido a un Dios tan bueno y que ha sido tan generoso para con nosotros. Sentir hacia nuestra alma manchada y derrotada la misma conmiseración que tendríamos hacia una persona que estimamos mucho y que vemos que ha caído en faltas y pecados. Pero el arrepentimiento ha de ser calmado, sin exageradas inquietudes ni falta de ánimo. Porque esto último ya no sería arrepentimiento o contrición verdadera por haber ofendido a Dios, sino remordimiento o disgusto porque nos fue mal pecando.
PACIENCIA EN LAS CONTRARIEDADES
La paciencia, según santo Tomás, es la virtud por la cual ante la presencia del mal no nos dejamos vencer por la tristeza o el disgusto. Jesús puso como condición para seguirlo el llevar con paciencia la cruz de sufrimientos de cada día. Y éstos nunca faltarán a nadie. Unas veces será una enfermedad, otras una grave situación económica, o un accidente, o la muerte de un ser querido, o una persona que nos trata sin caridad o con dureza o humillándonos, o un oficio que es cansón y desagradecido, o viajes molestos, o situaciones imprevistas que acaban con todos nuestros planes etc.
TRES ACTITUDES
Ante estas contrariedades podemos tomar una de estas tres actitudes:
1a. La de Jesús en el huerto de los Olivos: clamar: “Padre, si no es posible que se aleje de mí este cáliz de amargura, que se haga tu santa voluntad”. Esta actitud trae paz en la tierra y premios inmensos en el cielo. Y como a Jesús, el Padre nos enviará un ángel a consolarnos.
2a. Actitud: La de los antiguos estoicos. Aguantar los males sin inmutarse, por el sólo gusto de hacer ver que el mal no logra conmoverlo ni contrariarlo. Esta actitud admira a la gente, pero por faltarle el detalle de ofrecerlo todo por amor a
Dios, se les puede quedar sin mucho premio para el cielo.
3a. Actitud: La de los renegados. Sufren maldiciendo y renegando. De ellos dice el Apocalipsis que los sufrimientos que les llegan no les aprovechan para volverse mejores y pagar sus pecados, sino que los vuelven peores y más maldicientes.
Ejemplo clásico es el del mal ladrón que aún sufriendo en la cruz, todavía se burlaba de Jesús en vez de pedirle perdón y ofrecerle sus sufrimientos, (todo lo contrario de lo que hizo su compañero que aprovechó aquellos tormentos para ofrecerlos a Cristo y obtener que se lo llevara esa misma tarde al Paraíso).
¿Por qué permitirá Dios que suframos? El sufrimiento que nos llega no es una venganza de Dios. Él es demasiado grande para dedicarse a vengarse de unos gorgojos tan pequeños como somos nosotros. Por cada falta impone una sanción, pero no como venganza, sino por estricta justicia. Los sufrimientos que nos llegan no significan que Dios no nos está escuchando ni que está disgustado con nosotros. No. Los padecimientos los permite Él para que le vayamos pagando las deudas que le tenemos por tantas faltas que hemos cometido y para que con ellos nos ganemos grandes premios para el cielo.
Prever lo que va a suceder. Para no estallar en impaciencia cuando llegan las contrariedades es conveniente acostumbrarse a prever qué dificultades se nos van a presentar durante el día. ¿Que en un viaje que vamos a hacer se nos van a presentar demoras muy aburridoras? Pues si las hemos previsto, cuando lleguen ya no nos irritarán tanto porque nos habíamos preparado para aguantarlas. Y así tendremos menos inquietud.
Recordar que todo se convierte en bien. Convenzámonos que las contrariedades y dificultades que se nos presentan no son en realidad males, sino ocasión de conseguir bienes para el alma y para la eternidad. Puede ser que los fines por los cuales Dios permite que estos sufrimientos nos lleguen, permanezcan ocultos y desconocidos para nosotros, pero podemos estar seguros de que al final de nuestra vida, al llegar a la eternidad, podremos repetir lo que les dijo José en Egipto a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo: “Fue Dios el que permitió esto que parecía un gran mal. Y lo permitió porque de ello iba a resultar un gran bien” (Gn 45). Recordar esto, libra de muchas inquietudes.
Tratemos de estar siempre alegres. La tristeza hace un gran daño al corazón y no es de ningún provecho para el alma, y ella proviene casi siempre de que recordamos las pocas cosas desagradables que nos han sucedido y nos olvidamos de las muchísimas cosas agradables y provechosas que Dios ha permitido que nos sucedan. A los enemigos de nuestra santidad les conviene que vivamos tristes porque la tristeza apaga el entusiasmo y quita ánimos para obrar el bien. Pero vivir triste (si no es porque se padece alguna enfermedad que produce tristeza, y entonces hay que tratar de curar con medicamentos esa enfermedad porque puede llevar a otros males muy graves y dañosos) vivir triste es una ingratitud para con Dios, porque por cada hecho desagradable o dañoso que nos suceda, nos llegan diez o más hechos agradables y provechosos. ¿Por qué dedicarme a mirar con disgusto alguna pequeñita mancha negra de nuestra existencia en vez de observar con alegría tantas cosas agradables que nos suceden cada día?
CUIDADO CON LOS DESEOS EXAGERADOS O INSTANTÁNEOS
Otra de las trampas que produce inquietud en el alma es el llenarse de deseos, planes exagerados y dedicarse a tratar de ponerlos en práctica rápidamente. Los orientales dicen que tanta mayor paz tiene una persona cuánto más sabe moderar sus deseos. Cuando nos llegue algún deseo o se nos ocurra un plan, pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine si esto viene de Dios y es para nuestro mayor bien.
Ojalá logremos consultar también a alguna persona prudente y espiritual. Y luego tratemos de mortificar nuestra demasiada vivacidad que nos quiere llevar a tratar de poner en práctica ya inmediatamente lo que se nos ha ocurrido. Esa mortificación hace más perfecta y más agradable a Dios nuestra obra que si la hubiéramos hecho con precipitación y demasiada rapidez. Las gentes prudentes dejan fermentar poco a poco las ideas en su cerebro las van cocinando con el fuego de la oración y el combustible que se llama “pedir consejo a los que saben”. Decía Jesús que si se empieza una obra sin hacer cálculos acerca de sí se podrá terminar, y luego no se logra acabar, la gente se nos va a burlar y a decir: “Empezó y no fue capaz de concluir”. Vayamos despacio y lograremos llegar más lejos.
Cuidado con los recuerdos amargos. Para evitar ese mal tan dañoso que es la inquietud conviene alejar de nuestra mente esos recuerdos amargos y tristes que quieren anidarse allí como roedores dañinos. El vivir pensando en eso, lo que obtiene es que se graben de tal manera en la mente que ya después no seremos capaces de alejarnos de allí. Y son recuerdos que en vez de contribuir a volvernos mejores, lo que hacen es llenar el alma de vanas inquietudes y de inútiles amarguras. ¿Que alguien nos humilló y nos atacó injustamente? Pues con eso hizo crecer nuestra humildad y nos ejercitó en la paciencia. ¿Que hemos cometido muchos y graves pecados en la vida pasada? ¿Pero ya los confesamos y le hemos pedido muchas veces a Dios que nos perdone? ¿Para qué seguirlos recordando?
Más bien sumerjámoslos en el océano inmenso de la bondad y de la misericordia de
Dios y así se cumplirá lo que prometió el profeta Miqueas: “Tú, oh Dios, arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados para no volverlos a recordar” (Mt 7, 19).
¿Para qué seguir atormentándonos con estos recuerdos de un pasado que ya por más que nos angustiemos no podemos cambiar ni hacer que no haya sido así?
Confiemos el pasado en manos de Dios y dediquémonos a vivir alegres y optimistas el presente, esforzándonos por agradarle con nuestro buen comportamiento.
¿Que tuvimos tremendas imprudencias que nos ocasionaron enormes pérdidas? Aprovechemos esta amarga experiencia para aprender lecciones para el futuro, pero no nos amarguemos llorando por la leche derramada, que con llorar no vamos a lograr recoger nada. Volvamos a empezar animosos, pues son muchas las personas que en una imprudencia perdieron los ahorros de toda una vida y luego con la ayuda de Dios lograron reponerse y volver a surgir. Pero si nos dejamos llevar por la preocupación y la depresión acabaremos con nuestra salud nerviosa, acortaremos nuestra vida, y con esos afanes nada lograremos remediar, san Pedro dice: “Coloquemos nuestras preocupaciones en manos de Dios, que Él se interesa por nosotros” (1P 5, 7).
Analicemos nuestros remordimientos. Si ellos nos llevan a confiar más en la divina misericordia de Dios, a pedirle perdón y a empezar una vida más virtuosa, a ser más humildes y más compresivos con los demás, entonces sí son provechosos.
Pero si solamente nos llenan de amargura y desánimo, rechacémoslos como venidos del mal espíritu, porque pueden ser sugestiones del enemigo para hacer que vivamos llenos de inútil inquietud.
Cuando recordemos hechos dolorosos, analicemos si el recuerdo de estos hechos nos sirve para atacar nuestro orgullo y amor propio que es el enemigo más temible que tenemos. Si su recuerdo nos lleva a tener más gratitud a Dios y menos confianza en nuestras solas fuerzas. Si al recordar estos hechos nos movemos a pedir más la ayuda de Dios y su perdón. En esos casos son recuerdos provechosos.
Pero si por el contrario al recordar esos acontecimientos amargos nos inquietamos, nos desanimamos, nos volvemos más miedosos para obrar el bien y más pesimistas, y nos llenamos de rencores y de deseos de venganza, nos llegan la impaciencia, la amargura y el airado rechazo por lo que nos ha hecho sufrir, entonces sí, mucho cuidado, que por allí anda el ángel de las tinieblas que es triste todos los días y minutos de su vida y quiere contagiarnos de su tristeza y de su amargura. Dios es paz, y sus pensamientos son de paz y no de amargura.
Repitamos las palabras que acostumbraba decir una santa: “Tristeza y melancolía, fuera del alma mía”.
Vivir recordando con disgusto el pasado es una tristeza inútil. Ni un milímetro cambiará ya. En cambio que consolador es recordar lo que dice el libro del Apocalipsis, que al final de nuestro tiempo se abrirá el Libro de la Vida donde está escrito todo lo que hemos sufrido y a cada uno se le pagará según sus méritos. Qué consuelo pensar que ninguno de nuestros sufrimientos habrá sido olvidado por Dios. Él permitió que nos llegaran, sabrá premiarlos muy bien y su premio será eterno y maravilloso. Un recuerdo como éste sí hace provecho al alma y llena de entusiasmo.
COLOQUEMOS NUESTRAS PREOCUPACIONES EN MANOS DE DIOS, QUE ÉL SE ENCARGARÁ DE PROPORCIONARNOS LAS SOLUCIONES (Salmo 55)
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