La respuesta es simple: con la emergencia de la mente, dentro del proceso evolutivo, la consciencia vuelve sobre sí misma (reflexiona), haciendo posible que la mente se apropie de sus contenidos y, gracias a la memoria, le sea posible construir una sensación de continuidad, en la que termina reconociéndose como el sujeto estable de la misma.
La conclusión no podía ser otra: el ser humano –que, por otra parte, no puede negar su consciencia de ser “sujeto”- se otorga una identidad separada (“yo”) a la que considera el principio activo y permanente a lo largo de toda su peripecia vital.
La aparición de la mente ha hecho posible que, al sentirse actuar y recordar lo actuado, la persona haya atribuido a esa acción un sentido de agencia, de ser sujeto actuante, un “yo” con el que ha terminado identificado.
Si a esto añadimos todo lo vivido en el proceso de socialización desde el primer momento de su existencia, es muy fácil comprender hasta qué punto vivimos y organizamos nuestra vida –pensamientos, creencias, acciones, reacciones…- como si realmente fuéramos ese yo individual, que se ha plasmado en un nombre –otro pensamiento más- y en un número de identificación
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Nuestra verdadera identidad es la misma que la de todo lo real; no podría ser de otro modo. El gran místico cristiano del siglo XIII, el Maestro Eckhart, lo repetía con aquella expresión contundente: “Mi suelo y el de Dios son el mismo”. Somos consciencia que, temporalmente, se expresa en este organismo psicofísico. Hay, por tanto, sensaciones, sentimientos, emociones, pensamientos, recuerdos, experiencia de muchos tipos…, pero no existe ningún “yo” separado.
La sabiduría –o el llamado “despertar”- no es otra cosa que caer en la cuenta del engaño de aquella identificación, percibiendo nuestra verdadera naturaleza.
Ciertamente, tendremos que cuidar de una manera adecuada nuestro psiquismo, favoreciendo su integración y armonía. Pero, de la misma manera que el cuidado del cuerpo no hace que nos identifiquemos con él, la atención a la mente y al psiquismo no tiene por qué implicar que nos reduzcamos a ellos.
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A partir de ahí, seguimos usando la mente como una herramienta preciosa para todo aquello que nos puede servir, pero hemos superado la trampa de reducirnos a ella. Al mismo tiempo, dejamos de atribuirle valor absoluto a sus ideas y creencias, porque sabemos que en ese terreno fácilmente yerra, debido a su inevitable limitación.
Mientras tanto, en el camino, la práctica meditativa busca liberarnos de aquella falsa identificación. Al hacernos diestros en dejar caer los pensamientos –el propio “yo” es solo un pensamiento o una etiqueta más-, vamos quitando los velos que opacan y oscurecen nuestra visión, permitiendo que aflore resplandeciente nuestra radiante identidad.
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