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3-LA SENCILLEZ EN EL COMPORTAMIENTO HABITUAL
“Amo tanto la sencillez que me asombro”
«No sé si me conocéis bien; pienso que sí, al menos conocéis mucho de mi corazón. No soy bastante
prudente, y es ésa una virtud que no amo demasiado. La quiero a la fuerza, porque es necesaria, o mejor,
muy necesaria, y por esto voy de buena fe, apoyándome en la Providencia de Dios. No, realmente yo no
soy sencillo, pero amo tanto la sencillez que me asombro. La verdad es que las pobres palomitas blancas
son mucho más agradables que las serpientes; y, si quisiéramos unir las propiedades de ambas, por lo que
a mí toca, yo no daría a la serpiente la sencillez de la paloma, porque no por ello dejaría de ser serpiente;
pero con gusto daría la prudencia de la serpiente a la paloma, pues no dejaría de ser bella».
Cuando san Francisco de Sales dirigía estas líneas a la Sra. de Chantal, el 24 de julio de 1607, hacía algo
más de tres años que se habían conocido, surgiendo de inmediato entre ellos una santa y estrecha amistad.
La baronesa sabía muy bien que el obispo amaba la sencillez y que ésta inspiraba su conducta.
Ciertamente era sencillo quien podía asegurar a su amigo, el obispo de Belley, que desconocía totalmente
«el arte de mentir, de disimular o de fingir con destreza»; era sencillo quien confesaba predicar «con el
mismo interés, e incluso con más gusto», a la gente humilde de Rumilly, que cuando lo hacía en los
púlpitos de París; en fin, era igualmente sencillo quien, después de una catequesis en la que se había
permitido «bromear un poco» con los niños para hacer reír a los asistentes, burlándose de las máscaras y
de los bailes, contaba: «Yo estaba de muy buen humor y un gran auditorio me animaba con sus aplausos a
continuar haciéndome niño con los niños. Me dicen que eso se me da muy bien y yo lo creo... Pero, ¿no
soy demasiado simple al escribiros esto?».
En las siguientes páginas, no pretendemos tanto edificarnos con el ejemplo de san Francisco de Sales,
como instruirnos con sus enseñanzas sobre la sencillez, que él ama en el lenguaje, en el estilo, en el porte
o en los modales, tanto como en nuestra conducta en la vida.
La sencillez en el lenguaje
La sencillez en el lenguaje se manifiesta por la franqueza. Y ésta debe ser bastante rara, puesto que el
santo no esconde su admiración cuando, por casualidad, la encuentra.
Después de predicar la cuaresma en Grenoble, Francisco de Sales quiso visitar la Gran Cartuja. Allí fue
recibido con mucha consideración por el prior del monasterio, que era también el General de la Orden.
Éste estuvo un rato conversando con su ilustre huésped y luego se despidió de él, para ir a maitines, pues
se celebraba la fiesta de «un santo muy venerado en la Orden».
Al dirigirse a su celda, el prior encontró en su camino a uno de sus consejeros, que le preguntó a dónde
iba y dónde había dejado al obispo de Ginebra.
-«Lo he dejado en su habitación -contestó el prior- y me he despedido de él para prepararme en nuestra
celda y acudir a maitines, con motivo de la fiesta de mañana.
-Reverendo Padre, le contestó el religioso, ciertamente sabéis muy poco de las ceremonias del mundo. Y
lo habéis dejado por una simple fiesta de la orden; ¿es que tenemos todos los días prelados de esa
categoría en este desierto? ¿No sabéis que Dios se complace en los sacrificios de la hospitalidad? Siempre
tendréis tiempo para cantar las alabanzas de Dios; maitines no os faltarán otros días; y ¿quién mejor que
vos, puede atender a un prelado tan importante? ¡Qué vergüenza para esta casa que le hayáis dejado solo!
-Hijo mío, respondió el prior, creo que tenéis razón y que he obrado mal».
E inmediatamente volvió con el obispo de Ginebra. Y ¿qué creéis que le dijo el prior para pedirle
disculpas por su incorrección? Simplemente esto:
«Monseñor, cuando me marchaba, encontré uno de mis consejeros que me dijo que había cometido una
incorrección al dejaros solo y que podría rezar maitines otras veces, pero que no todos los días
tendríamos aquí al obispo de Ginebra. Pensé que tenía razón y por eso he vuelto a pediros perdón y
rogaros que excuséis mi falta, pues os aseguro que lo hice sin pensar. Os digo la verdad».
El obispo quedó asombrado. Puso este hecho por las nubes, y admiró al prior más que si le hubiera visto
hacer un milagro.
Un día, recibió una carta de una de sus Hijas de la Visitación, en la que ésta se acusaba de haber tenido un
pequeño sentimiento de envidia y antipatía para con una Hermana, en circunstancias que nos son
desconocidas y que hacían especialmente penosa la confesión. Ante esta confidencia, el santo exultaba de
gozo y no pudo contener su admiración:
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«Vuestra carta ha embalsamado mi corazón con una fragancia tan deliciosa, que hacía mucho tiempo que
no leía nada que me produjera tan perfecto consuelo... ¡Dios mío, qué satisfacción para el corazón de un
padre tan amante, escuchar al de su querida hija que le confiesa haber sido envidiosa y mala! ¡Feliz
envidia que ha provocado tan ingenua confesión! Al escribir vuestra carta, hacían vuestras manos un acto
más valiente que los que hizo Alejandro...».
Y es que la franqueza no se da con frecuencia, porque es difícil; es costosa para nuestro orgullo. Es tal
nuestra vanidad, que preferimos hablar mal de nosotros mismos, para ser notados, antes que guardar
silencio y pasar inadvertidos. El desprecio nos parece menos duro que el olvido.
Claro está que, desde luego, contamos con que nadie va a creer lo que decimos.
«Muchas veces decimos que no somos nada, que somos la miseria misma y el desecho del mundo, pero
nos molestaría mucho que nos lo tomasen al pie de la letra y se hiciese público lo que hemos dicho»
En este sentido, el obispo hace notar con mucha precisión:
«Las palabras de autodesprecio, si no salen de un corazón lleno de cordialidad y bien persuadido de su
propia miseria, son la flor más refinada de la vanidad, ya que es raro que quien las profiere se las crea, o
desee realmente que se las crean quienes le escuchan».
¡Qué complejo es el hombre y qué difícil le resulta ser sencillo, si es que llega a lograrlo alguna vez! San
Francisco de Sales ha dicho la verdad:
«El espíritu humano da tantos rodeos y vueltas, sin que nos demos cuenta, que es imposible que no salga
algo al exterior; por eso, a quien menos se le note, es el mejor».”
Contemplemos algunas de esas señales que el ojo observador del obispo ha captado con agudeza:
«El que habla mal de sí mismo, busca directamente la alabanza y actúa como el remero, que da la espalda
al lugar a dónde quiere llegar»."
De igual modo, la palabra enmascara muchas veces el pensamiento que debiera expresar. Por eso, San
Francisco de Sales aconseja no hablar de uno mismo, «ni para bien ni para mal, sino por pura necesidad;
y, aun entonces, con mucha sobriedad».Así es como evitaremos la vanidad:
«Sin duda, quien habla poco de sí mismo hace muy bien, porque, ya lo hagamos para acusarnos o
excusarnos, ya para alabarnos o despreciarnos, veremos que siempre las palabras sirven para alimentar
nuestra vanidad. Por tanto, salvo que una gran caridad nos exija hablar de nosotros y de nuestra familia,
deberíamos permanecer callados».
Además, san Francisco nos invita a seguir la regla de los santos:
«Tomad buena nota de la regla de los santos, que a todos los que quieren llegar a serlo, les invitan a que
hablen poco o nada de sí mismos y de sus cosas»."
¿Tendremos, entonces, que guardar silencio por miedo de atraernos alabanzas o por temor de ser
hipócritas, puesto que no obramos tan bien como decimos? A esta pregunta que le hace alguien con quien
mantenía correspondencia, contesta el obispo lo siguiente:
«No hay que hacer ni decir nada para que se nos alabe, ni dejar de decir o de hacer nada por temor de ser
alabados. Y no es ser hipócrita el no actuar tan perfectamente como decimos, porque, ¡Dios mío!, ¡qué
sería de nosotros! En ese caso yo mismo tendría que callarme para no ser hipócrita, puesto que si hablo de
la perfección, pensarían que me creo perfecto. No, mi querida hija, no creo ser perfecto cuando hablo de
la perfección; como tampoco me creo italiano cuando hablo esa lengua. Pero creo entender el lenguaje de
la perfección, porque lo he aprendido de los que lo sabían».''
«Decid siempre `sí' cuando es sí y `no' cuando es no», enseñaba Jesús. San Francisco de Sales se atiene
estrictamente a esta regla:
«Los hijos de Dios, nos dice, caminan sin rodeos y no tienen repliegues en el corazón».''Y Dios los colma
de bendiciones.
«Deseáis no mentir nunca; ése es el gran secreto para atraer a nuestro corazón el Espíritu de Dios. Señor,
¿quién habitará en vuestros tabernáculos?, dice David. Y responde: Aquel que dice la verdad de todo
corazón».''
Pero para no exponerse a mentir, hay que vigilar la lengua, mortificarla y unir a la sobriedad de las
palabras una dulce afabilidad.
«Apruebo que se hable poco, siempre que ese poco se haga con agrado y caridad, sin melancolía ni
artificios. Sí, hablad poco y dulcemente, poco y bien, poco y con modestia, poco y con verdad, poco y
con amabilidad»."
Se arriesgan a no observar todo esto quienes dan libre curso a la viveza de su espíritu. Las agudezas, las
réplicas espirituales y rebuscadas, suenan a afectación y a vanidad y están muy lejos de la modestia.
«No estoy satisfecho de lo que os dije el otro día, al contestar vuestra primera carta, sobre esas réplicas
mundanas y esa viveza de vuestro espíritu que os impulsa a ellas. Hija mía, poned empeño en
mortificaros en esto; haced a menudo la señal de la Cruz sobre vuestra boca, para que se abra sólo para
Dios. Ciertamente, a veces da mucha vanidad el resultar gracioso y ocurrente y con frecuencia se
manifiesta el orgullo antes en el espíritu que en el rostro. Se atrae con las palabras tanto como por las
miradas. No es bueno andar empinados ni con el espíritu ni con el cuerpo, porque, si se tropieza, la caída
será más dura. Así pues, ¡ánimo, hija! Poned mucho cuidado en podar poco a poco esas ramas superfluas
de vuestro árbol y mantened vuestro corazón muy humilde y tranquilo, al pie de la Cruz»."
¿Y qué decir de aquéllos que para no mentir emplean equívocos, o sea, palabras de doble sentido, con las
que pretenden «salir del paso sin decir la verdad» y, en definitiva, «mentir con tranquilidad de
conciencia»" A esto lo llamaba san Francisco de Sales «canonizar la mentira».
«Quienes creen salvar la verdad mediante este artificio, decía, la matan y la sofocan doblemente, porque
nada hay que ofenda tanto a la verdad y a la sencillez como la doblez. ¿Y hay algo que tenga más doblez
que un equívoco?».Donde especialmente se impone la franqueza es al acusarnos de nuestros pecados en
la confesión. A la Sra. de Chantal, que le había confiado las dificultades que a este respecto tenía una de
sus amigas, le escribía así san Francisco de Sales:
«Quitadle toda aprensión que le haga sufrir en lo que a esto se refiere, ya que, en verdad, la primera y
principal base de la sencillez cristiana está en la franqueza en confesar los pecados, cuando hay
necesidad, claramente y sin rodeos, sin miedo a que los oiga el confesor, que está allí precisamente no
para escuchar virtudes, sino toda clase de pecados.Por tanto, que con decisión y valor descargue su
conciencia con gran humildad y desprecio de sí misma, sin miedo a dejar ver su miseria a aquél por cuyo
intermedio Dios la quiere curar».
En ciertas circunstancias más delicadas, la naturalidad exigirá que se evite amablemente una discusión:
«A menudo os encontraréis entre las gentes de mundo, que, según acostumbran, se burlarán de todo lo
que vean, o crean ver en vos, que sea contrario a sus miserables inclinaciones. No perdáis el tiempo
discutiendo con ellos ni mostréis tristeza ante sus ataques; al contrario, reíos con alegría de sus risas,
despreciad sus desprecios, tomad a broma sus reproches, burlaos delicadamente de sus burlas y, sin
hacerles caso, seguid siempre gozosa en el servicio de Dios, y en la oración encomendad a esos pobres
espíritus a la divina misericordia. Son dignos de compasión, pues no saben divertirse más que riéndose y
mofándose de lo que merece respeto y reverencia».
A veces, lo mejor será guardar silencio:«En las conversaciones, mi querida hija, que no os inquiete nada
de lo que allí se diga o cómo se diga; pues, si es malo, serviréis a Dios apartando vuestro corazón de ello,
sin mostrar asombro o enfado, puesto que no podéis hacer nada para evitar las malas palabras de quienes
quieren decirlas; y dirán otras peores si ven que tratáis de impedírselo. Obrando así permaneceréis
inocente entre los silbidos de las serpientes y, lo mismo que a las hermosas fresas, no os hará daño ningún
veneno aunque tratéis con lenguas venenosas».
La sencillez en el estilo
Al atardecer de un día de intenso trabajo, san Francisco de Sales escribía a la Sra. de Chantal lo siguiente:
«Mucho me consuela hablaros en este lenguaje mudo después de un día en que tanto he hablado a mucha
gente con lenguaje sonoro» El lenguaje mudo -el que expresa la pluma sobre el papel o los caracteres de
imprenta sobre un libro-, el estilo, tendrá también su sencillez y realzará su encanto si es ágil, agradable y
afectuoso.
Uno de los amigos del obispo, Dom Asseline, le remitió el proyecto de una Suma teológica, solicitando
su parecer. Era un tema delicado. Francisco de Sales no era amigo de esos «infolios» escritos en latín, que
asustan por su volumen y a los que de buena gana se deja dormir bajo el polvo en las bibliotecas.
Además, el indicado trabajo era especialmente pesado, debido a sus muchas páginas inútiles que avisan al
lector de lo que a continuación se va a tratar o que vuelven sobre lo ya expuesto. Con exquisita prudencia,
no exenta de elogios, el obispo le hace sus observaciones:
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«He visto con mucho gusto el proyecto de vuestra Suma Teológica que, a mi parecer, está bien y
juiciosamente hecha... Mi opinión sería que redujeseis al mínimo las referencias metodológicas, pues si
bien hay que emplearlas en la enseñanza, al escribir resultan superfluas y, si no me equivoco, hasta
inoportunas... Claramente se ve que seguís un método, sin que haya necesidad de que reiteradamente lo
advirtáis... Tampoco es necesario que incluyáis un prefacio si continúa la misma materia... Eso sería
preciso para quienes no siguen un método, o tienen necesidad de explicarlo, por ser éste excepcional o
muy complicado».
Así reducida la obra, ¡quedará mucho más manejable y sustanciosa!:
«Haciendo esto, vuestra Suma no será tan voluminosa; todo en ella será jugo y sustancia y, a mi modo de
ver, resultará más sabrosa y agradable» Y es que el estilo elegante no daña a la sencillez; es como una
cierta caridad hacia el lector,un medio de atraer a las almas y ganarlas para Dios, sobre todo en una época
en que se han hecho tan delicadas. Así se lo escribía el obispo a uno de sus sacerdotes, Pedro Jay:«El
conocimiento que voy adquiriendo cada día del talante del mundo me hace desear vivamente que la
bondad divina inspire a alguno de sus siervos para que escriba al gusto de este pobre mundo... Somos
pescadores, y pescadores de hombres; por tanto, tenemos que emplear en esta pesca no sólo nuestro afán,
nuestro trabajo y nuestras vigilias, sino también nuestro encanto, nuestras habilidades, nuestro atractivo y,
me atrevo a decir que, incluso, una santa astucia. El mundo se ha vuelto tan delicado, que ya no se le va a
poder tocar más que con guantes perfumados y habrá que curarle sus llagas con emplastos aromáticos.
Pero, ¡qué más da!, lo que importa es que los hombres se curen y al final se salven. Nuestra reina, la
caridad, hace todo por sus hijos».
A eso se había dedicado san Francisco de Sales; y el prodigioso éxito de su Introducción a la vida devota
era testimonio de que su autor había escrito a gusto del mundo y se había empleado a fondo en la pesca de
las almas.
Cómo no va a dejarse prender por el encanto de ese estilo, una mujer de mundo que al abrir ese «librito»,
de título poco seductor, lee en las primeras líneas de su prefacio:
«Tenía tan delicado gusto la florista Glycéra en variar la disposición y mezcla de las flores con que hacía
sus ramilletes, que con unas mismas los formaba de muchos modos, en tanto grado, que se quedó corto
Parrasio, célebre pintor, queriendo imitar tal diversidad, porque no pudo variar de tantos modos su pintura
como variaba Glycéra sus ramilletes. Así también el Espíritu Santo ordena con tanta variedad las
lecciones de devoción que da por las palabras y escritos de sus siervos, que, siendo siempre una misma la
doctrina, son, sin embargo, muy diferentes los discursos, según los diversos modos con que están
compuestos. Yo, a la verdad, ni puedo, ni quiero, ni debo escribir en esta Introducción otra cosa que lo
que ya, sobre esta materia, han publicado nuestros predecesores, y así, las flores que te presento, lector,
son las mismas, pero es muy diverso el ramillete que forman, a causa de la diversidad con que van
colocadas» Lejos estamos de la Suma teológica, e incluso, ¿por qué no confesarlo?, del Tratado del amor
de Dios. Es que la materia expuesta en esta última obra es más abstracta, y, aunque san Francisco de
Sales la haya amenizado con imágenes y referencias concretas, él mismo teme que su lectura no resulte
tan fácil ni tan agradable como la de la Introducción. Eso es lo que escribe a su amigo, Mons. Fenouillet,
obispo de Montpellier:
«En cuanto al libro del Amor de Dios... os confieso, Monseñor, que esta obrita no me disgusta del todo;
pero tengo mucho miedo de que no alcance tanto éxito como la anterior, por ser, a mi entender, algo más
vigorosa y fuerte, aunque he tratado de suavizarla y de evitar los términos difíciles».Al menos, el libro
estará lleno de unción, escrito en ese «estilo afectuoso», como le llama san Francisco de Sales, que sale
del corazón y que a él tanto le gustaba.
En una carta dirigida a Mons. Andrés Frémyot, arzobispo de Bourges, le expone sus puntos de vista sobre
la predicación. Debe estar animada por la llama interior:
«El soberano artificio es no tener artificio. Nuestras palabras han de estar inflamadas, no con gritos o
acciones desmesuradas, sino por el afecto interior; tienen que salir del corazón más que de la boca. Por
mucho que se diga, el corazón habla al corazón, mientras que la lengua no habla más que a los oídos».
Esta es la pura verdad. El obispo la ha experimentado muchas veces, y, últimamente, al leer una carta de
la Sra. de Chantal. Le dice:
«He recibido vuestra carta del día de santa Ana, escrita con un estilo particular y que sale del corazón».
Ese estilo que sale del corazón desea encontrarlo en la pluma de Dom Asseline, en su Suma:
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«Sé que cuando queréis, tenéis un estilo afectuoso... Me gustaría que, siempre que buenamente se pueda,
redactaseis vuestros argumentos en ese estilo»
Él mismo, en la obra que se proponía escribir sobre la predicación, pensaba tratar del «método para
convertir a los herejes» y destruir «sus más célebres argumentos... utilizando un estilo, no sólo
instructivo, sino cordial».
San Francisco de Sales emplea constantemente ese estilo afectuoso y pone todo su corazón en sus cartas.
¿Cómo iba a dudar esa «queridísima hija» en confiarse a un director tan amable, al leer estas líneas que la
invitaban a ello con una ternura penetrada de espíritu sobrenatural?:
«Con todo, mi queridísima hija, tenemos motivos para vivir contentos en el santo amor que Dios otorga a
las almas unidas en el mismo propósito de servirle, puesto que sus lazos son indisolubles, sin que nada, ni
siquiera la muerte, pueda romperlos, permaneciendo eternamente firmes en su inmutable fundamento, que
es el Corazón de Dios, por el cual y en el cual nos amamos.
Creo que ya veis, por mis palabras, el deseo que tengo de que os sirváis de mí con toda confianza y sin
reserva. Si, como me decís, os sirve de consuelo el escribirme a menudo hablándome de vuestra alma,
hacedlo con toda confianza, porque os aseguro que el consuelo será recíproco».
La sencillez en el porte y los modales
Si la palabra es el reflejo del pensamiento, nuestro porte refleja nuestros gustos más íntimos. A quien ama
la sencillez, la modestia en el vestir le resulta indispensable. Modestia, o sea, el justo medio entre la
afectación y el desaliño.
Es muy interesante, tanto por los matices que encierra, como por la precisión del pensamiento, ese
capítulo veinticinco de la tercera parte de la Introducción a la vida devota, en el que san Francisco de
Sales trata «de cómo vestirse adecuadamente».
Sin duda, sonreiréis. Y estaréis pensando: pero, bueno, ¿es que vamos a ir al obispo de Ginebra a pedirle
consejos sobre este punto? ¿A un director espiritual, al que únicamente preocupa inspirar el amor de Dios
a las señoras del mundo, a quienes dirige, y que está convencido de que el fuego del amor divino pronto
les hará despojarse de todo adorno superfluo?Tranquilizaos; san Francisco de Sales es hombre de gusto
exquisito, que jamás incitará a dar a la devoción aspectos poco atractivos. Es cierto que su método, con
una psicología muy firme, tiende a reformar el interior, sin preocuparse de lo exterior. Así lo explica él
mismo en su Introducción:
«En cuanto a mí, dice, nunca he podido aprobar el método de los que, para reformar al hombre,
comienzan por lo exterior, por los modales, por el atuendo, por el cabello. Me parece que es al contrario,
que se debe comenzar por el interior. 'Convertíos a Mí, dice el Señor, de todo vuestro corazón: Hijo mío,
dame tu corazón'. Porque, siendo el corazón el manantial de nuestras obras, éstas son reflejo de aquél...
Quien tiene a Jesucristo en su corazón, bien presto lo tendrá en todas sus actuaciones externas.
Por eso, querida Filotea, es por lo que he querido, ante todo, grabar y escribir en vuestro corazón estas
sagradas palabras: ¡Viva Jesús!, seguro de que después de esto, vuestra vida, la cual procede de vuestro
corazón como un almendro de su semilla, producirá todas sus obras, que son sus frutos, escritas y
grabadas con el mismo nombre de salvación, y al igual que este dulce Jesús ha de vivir en vuestro
corazón, vivirá también en todo lo demás y se mostrará en vuestros ojos, en vuestra boca, en vuestras
manos, e incluso, en vuestro cabello».
El obispo de Belley, que conocía muy bien al de Ginebra, decía de él: «Cuando quería llevar a las almas a
la vida cristiana y hacerles abandonar la mundana, no les hablaba nunca de lo externo, del peinado, de los
trajes, o cosas parecidas; sólo les hablaba al corazón y desde el corazón, pues sabía que, una vez ganada
esa torre, el resto vendría por añadidura. 'Cuando hay fuego en una casa, decía, veis cómo tiran los
enseres por la ventana. Del mismo modo, cuando el verdadero amor de Dios reina en un corazón, lo que
no es de Dios nos parece poca cosa'».
Es significativa la anécdota que nos refieren los Anales del primer monasterio de la Visitación de
Annecy: «Fue un día una señorita a ver a san Francisco de Sales y le dijo ingenuamente: 'Monseñor, me
agradan mucho sus Hijas de la Visitación y sobre todo la digna Madre; yo quisiera unirme a ellas para
servir a Dios toda mi vida; pero tengo una sola dificultad, y es que no logro decidirme a quitarme los
pendientes'. `Vamos, vamos, le respondió el obispo sonriendo bondadosamente, no dejéis por eso de
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entregaros a Dios'. Y le permitió seguir llevándolos».Ya os imagináis lo que sucedió: la novicia pronto
prefirió la sencillez de su velo a la vanidad de sus joyas.
El obispo no daba importancia a esas naderías, y nunca juzgaba por ellas el valor de un alma.
Alguien le dijo una vez que «estaba asombrado de que una persona de mucha categoría y muy devota, a
la que el obispo dirigía, no se hubiera quitado los pendientes. Os aseguro, respondió, que no sé siquiera si
tiene orejas, porque viene a confesarse con un tocado en la cabeza y con un chal tan grande que no se
sabe cómo va vestida. Y además, creo que la santa mujer Rebeca, que era tan virtuosa como ella, no
perdió nada de su santidad por llevar los pendientes que Eleazar le ofreció de parte de Isaac».El obispo
era de una condescendencia admirable.
La Sra. de Chantal había llevado consigo a Annecy a su hija menor, Francisca, para cuidar de su
educación. La niña es «guapa, simpática y alegre por demás». Si su atractivo por la piedad es escaso, es
mucha su inclinación a la coquetería. Una vez que su madre estaba ausente, no paraba de quejarse y de
llorar por no poderse vestir tan elegantemente como quisiera. En cuanto el obispo supo la pena de
Francisca, informó a la Sra. de Chantal, que se encontraba en Lyon:
«El domingo fui a ver a la Hna. de Bréchard... Me contó que la pequeña de Rabutin... está triste y llora
por no poder vestir con elegancia; le he dicho que había que hacerle un bonito cuello de encaje para los
días de fiesta y que con esto bastaría en el pueblo, en espera de vuestro regreso. Creo que la niña piensa
que va a ser feliz Ya con sus encajes y sus cuellos altos (como veis, sé algo de esas cosas), y hay que
procurárselos; cuando vea que eso no es tan importante, entrará en razón».''
Y la Sra. de Chantal tuvo que enviar desde Lyon los encajes para el cuello de Francisca. Cuando cumplió
quince años, la joven dejó el monasterio, para ir a vivir con su hermana María Amada en el castillo de
Thorens y allí pudo engalanarse a su gusto. Un día, en una visita, el obispo se encontró con ella:
« Francisca, le dijo, estoy seguro que no es vuestra madre la que os ha vestido así». Y le dio unos alfileres
para que se cerrase un poco el cuello, demasiado escotado. En otra ocasión, la vio «muy ceñida y
espléndida, con cantidad de lazos y rizos». Ella, apurada, se ruborizó, y él le dijo:
«No estoy tan enfadado como pensáis. Vais arreglada a la moda del siglo. Pero ese rubor vuestro parece
venir del cielo y de una conciencia de la que no está lejos la gracia de Jesucristo». Y él mismo le recogió
algunos rizos bajo el tocado, mientras añadió sonriendo: «Lo que os sobra podéis taparlo vos misma, sin
ayuda de nadie; no hay que quitaros ese mérito; y así seréis más agradable a Dios de lo que ibais a serlo
para el mundo».''
Si el obispo se muestra severo, es porque ya la tendencia a la vanidad era excesiva. Francisca sobrepasaba
la justa medida.La medida, la justa medida, tan lejos del desaliño como del exceso de arreglo, es la que
determina «el decoro en el vestir».
Francisco de Sales aborrece el desaliño que raya en la suciedad. Por ello, no duda en recomendar que se
cuide el aseo: «Nuestra ropa debe estar siempre limpia, y evitar, en la medida de lo posible, las manchas y
la suciedad».Y es que «la limpieza exterior, en cierta manera, es señal de la pureza interior».
Con el mismo empeño tenemos que evitar el desaliño, pues es falta inconsciente de respeto hacia quienes
nos rodean:
«Sed limpia, Filotea, no llevéis nada mal arreglado o con descuido, pues sería un desprecio presentarnos
ante aquellos con quienes conversamos con algo desagradable en nuestro atuendo»."
No tornemos demasiado a la ligera estos sabios consejos; quizá sea útil que echemos una mirada sobre
nosotros mismos y nos preguntemos si nos preocupa de verdad ofrecer la imagen viva de la piedad bajo
su verdadera luz, amable y atractiva; no nos vaya a ocurrir que alguien se aleje de la vida cristiana por
nuestro descuido en la apariencia exterior.
Y tanto como de la suciedad o del desaliño, debemos guardarnos del exceso contrario, o sea, de la
«afectación, vanidades, extravagancias y coqueterías mundanas»."
Con cuánto vigor critica san Francisco a las «jóvenes mundanas que llevan el cabello suelto
y empolvado, la cabeza cubierta de alambres como se guarnecen los cascos de los caballos, que van
engalanadas y adornadas a no poder más; en fin, demasiado acicaladas».
Es cierto que en un sermón, con motivo de una toma de hábito, habló del contraste entre «las jóvenes
mundanas» y las religiosas, que cubren «sus cabezas con el velo de la humillación y del desprecio, no
sólo de las vanidades del mundo sino también de sí mismas, para configurarse mejor a su Amado».'"
Aunque haya cierta exageración verbal, tenemos ahí claramente expresado el pensamiento del obispo, que
condena esos «acicalamientos», que se apartan en exceso de la sencillez cristiana y del buen gusto.
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Es necesario, sin embargo, mantener el rango social; y el obispo reprende suavemente a la Sra. de
Charmoisy porque no viste a su hijo como conviene a su categoría:
«Os escribí anteayer, mi muy querida prima, hija mía. Lo hago ahora de nuevo, para enfadarme un poco
con vos, porque mi sobrino no va vestido como conviene a su categoría ni a la función que desempeña;
además de que esto le turba el ánimo, al ver a sus compañeros mucho mejor vestidos que él, sus amigos le
critican y algunos de ellos enseguida me lo han dicho. No queda más remedio, querida hija, que seguir los
usos del mundo, pues estamos en él, en todo aquello que no sea contrario a la ley de Dios»." Las
exigencias de decoro en el vestir varían, desde luego, según la edad y la clase social; no son las mismas
para las solteras, las casadas o las viudas. Así lo había escrito en la Introducción:
«Se permiten más adornos a las jóvenes solteras, porque ellas pueden lícitamente desear agradar a varios,
para poder elegir a uno como esposo en santo matrimonio».Con la misma claridad de ideas hace notar
que «la mujer casada se puede y debe arreglar para agradar a su marido siempre que él lo desee»:
«Conozco una señora, escribe a la presidenta Brúlart, que es una de las almas , más grandes con las que
me he encontrado, que ha vivido mucho tiempo en tal sujeción al cambiante humor de su marido, que,
cuando más devota y fervorosa se hallaba, se veía obligada a llevar escote e ir cargada de vanidades
externas; salvo por Pascua, sólo podía comulgar en secreto y a escondidas, pues, de no hacerlo así,
hubiera levantado mil tempestades en su casa. Y, siguiendo ese camino, ha llegado muy alto; bien lo sé
yo, que la he confesado a menudo».''
Francisco de Sales recordaba estas exigencias cuando escribía algunos años más tarde: «Sin duda, un
buen marido es una gran ayuda; pero buenos hay pocos y, por buenos que sean, la mujer encuentra más
sujeción que ayuda».''
En cuanto a las viudas que piensan en un segundo matrimonio, «no parece mal... que se arreglen», aunque
siempre sin excesos. «Pero a las verdaderas viudas, que lo son no sólo de cuerpo sino también de corazón,
no les convienen otros adornos que la humildad, la modestia y la devoción. Porque si buscan el amor de
los hombres, no son verdaderas viudas; y si no lo buscan, ¿para qué aderezarse? Quien no quiera recibir
huéspedes, debe quitar el anuncio de su puerta».
Así escribía a la Sra. de Chantal con respecto a determinadas predicaciones a las que ella se proponía
asistir:«Yo sé que en Dijon habrá predicadores excelentes.'' Las palabras santas son las perlas que el
verdadero Océano de Oriente, el Abismo de misericordia, nos procura. Juntad muchas y ponedlas
alrededor de vuestro cuello, en vuestras orejas, rodead con ellas vuestros brazos; todas esas joyas no están
prohibidas a las viudas, pues con ellas no se envanecen, sino que se hacen más humildes»."
Conocéis lo que nos narran las Memorias de la Madre de Chaugy sobre los primeros encuentros de san
Francisco de Sales con la baronesa de Chantal. El Santo predicaba la cuaresma en Dijon e iba a menudo a
comer a casa de Mons. Andrés Frémyot, hermano de la baronesa. Un día que la Sra. de Chantal fue a
comer, algo más compuesta y arreglada que de ordinario, le dijo el obispo:
-«Señora, ¿queréis casaros otra vez?».
-«¡Oh, no!, Monseñor», respondió ella con viveza.
-«Pues, entonces, debéis arriar la bandera», le dijo el Santo.
Ella entendió muy bien lo que le quería decir, y al día siguiente se había quitado algunas «galas y
adornos» que solía llevar y que estaban permitidos a las señoras de la nobleza tras su segundo luto.
En otra ocasión el obispo observó «unos encajes de seda en su primoroso tocado». «Señora, le dijo, si no
llevarais esos encajes, ¿dejaríais de ir correctamente vestida?».
Con eso bastó; esa misma tarde los descosió. Otra vez, al ver las borlas del cordón de su cuello, el Santo
las cogió por la punta y dijo con su santa dulzura: Señora, ¿dejaría vuestro cuello de estar bien sujeto si el
cordón que lleva no tuviera estos remates?».
Ella, al instante, se volvió, cogió las tijeras y cortó las borlas.
Hermosas lecciones de sencillez propuestas por el Santo a un alma generosa que un día haría llegar a la
renuncia total. Pero no hablaba así a quienes, viviendo en el mundo, debían mantener su rango. Y escribe
en la Introducción:
«Yo quisiera que los verdaderos cristianos fueran siempre los mejor vestidos del grupo, pero los menos
afectados y presumidos y, como se lee en los Proverbios, que estuviesen adornados de gracia, compostura
y dignidad. En breves palabras lo ha dicho san Luis: hay que vestirse según lo requiere el estado y
condición de cada uno, de manera que los buenos y prudentes no puedan decir que os pasáis, ni los
jóvenes que no llegáis».
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En el mismo sentido recomendaba a la Sra. le Blanc de Mions:
«Por lo demás, que la Santísima y Divinísima humildad viva y reine en todo y por doquier. Los vestidos
sencillos, pero de acuerdo con las conveniencias de nuestro estado y condición, de modo que las jóvenes
no se alejen sino que se sientan movidas a imitarnos; nuestras palabras, sencillas, corteses y dulces;
nuestros ademanes y nuestro trato, ni muy serios y distantes, ni excesivamente relajados y muelles;
nuestra cara limpia y sin cremas; en una palabra, que en todo reine la sencillez y la modestia, como
conviene a una hija de Dios».''
He aquí el resumen de su pensamiento sobre este punto: «Inclinaos siempre tanto como os sea posible,
del lado de la sencillez y la modestia, que es, sin duda, el mayor adorno de la belleza y -añade sonriendola mejor excusa para la fealdad».
La sencillez en el modo de proceder
También en nuestra conducta florecerá la sencillez, si aceptamos de buen grado nuestro estado y todos los
deberes que el mismo comporta. Encontramos de nuevo una idea tan querida para san Francisco de Sales,
principio fundamental de su dirección espiritual, en el que insiste reiteradamente. Pero ¿no es cierto, sin
embargo, que no se cansa uno de escuchar las múltiples variaciones con las que ameniza ese mismo
tema?: «¡Animo! Si estáis en vuestro hogar y sois esposa y madre, las cosas no se pueden cambiar.
Debéis ser lo que sois y serlo con gusto y con amor de Dios, por el amor de Dios».
Puesto que nuestro estado es querido por Dios, cuanto más estrechamente unida esté nuestra voluntad a la
divina, habrá más unidad y sencillez en nuestra vida.
Pero, a veces, nuestra condición es difícil de soportar porque acarrea muchas dificultades y
contrariedades que nos abruman; de ahí nos viene la ilusión de que estaríamos mejor en otra parte y la
envidia por la suerte de los demás. ¡Ay si estuviéramos plenamente resignados a la voluntad de Dios, sin
dejarnos agitar por la fiebre de la propia voluntad!
«Hay que tener en cuenta -hace notar san Francisco de Sales- que no hay ninguna vocación que no
suponga molestias, amarguras y disgustos. Y lo que es más, de no ser aquellos que están plenamente
resignados a la voluntad de Dios, todos querrían cambiar su condición por la de otros; los que son
obispos, querrían no serlo; los que están casados, querrían no estarlo. ¿De dónde nos viene esta general
inquietud del espíritu, sino de la aversión que sentimos a lo que nos contraría y de una mezquindad que
nos hace pensar que todos los demás están mejor que nosotros? Todo viene de lo mismo: el que no está
plenamente resignado, ya puede mirar para acá o para allá porque nunca encontrará reposo. Los que
tienen fiebre no encuentran buena ninguna postura; no llevan ni un cuarto de hora en una cama, cuando
ya quisieran pasarse a otra; y no depende de la cama, sino de la fiebre que los atormenta en cualquier
lugar. Quien no tiene la fiebre de la propia voluntad, se siente a gusto con todo; con tal de que Dios sea
servido, no se preocupa del lugar en que Él le ha colocado: siempre que se cumpla su Divina voluntad, lo
demás nada le importa» .
También nosotros debemos guardarnos de esos disgustos que nos entristecen, de esos deseos ilusorios que
dejan ver nuestra cobardía ante las inmolaciones que Dios espera de nosotros: «Es una fuerte tentación la
de disgustarse y estar triste en el mundo, cuando sabemos que tenemos que estar en él por necesidad. La
Providencia de Dios es más sabia que nosotros. Pensamos que cambiando de navío estaremos mejor,
cuando sólo lo estaremos si cambiamos nosotros mismos. ¡Dios mío!, soy enemigo acérrimo de esos
deseos vanos, peligrosos y nocivos. Pues, aunque lo que deseamos sea bueno, el desearlo es malo porque
Dios no quiere para nosotros ese bien sino otro, en el que quiere que nos ejercitemos. Dios quiere
hablarnos desde las espinas y las zarzas, como a Moisés; y nosotros queremos que nos hable en la brisa
dulce y fresca, como a Elías».
Y, ciertamente, preferimos sentir en la piel la caricia de la brisa, que el pinchazo de las espinas, y nos
imaginamos que nuestro Señor está más cerca de nosotros cuando gozamos de una apacible tranquilidad,
que cuando estamos expuestos a las dificultades inherentes a nuestra vocación. ¡Desengañémonos!
«No creáis que nuestro Señor está más alejado de vos cuando os veis rodeada de las aflicciones que
comporta vuestra vocación, que lo estaría si os vierais en medio de las delicias de una vida tranquila. No,
mi queridísima hija, no es la tranquilidad la que le acerca a nuestros corazones, sino la fidelidad de
nuestro amor; no es el sentimiento que tenemos de su dulzura, sino el consentimiento que damos a su
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santa voluntad, pues es mucho más deseable que ésta se cumpla en nosotros, que hacer la nuestra en Él»
Renunciemos a nuestros gustos y preferencias personales para ser lo que Dios quiere que seamos; así
alcanzaremos esa perfecta sencillez que nos hará estar «a merced de la voluntad de Dios».
«No es lo propio de las rosas ser blancas, me parece, porque las rojas son más bellas y huelen mejor; el
color blanco es, en cambio, propio del lirio. Seamos lo que somos y seámoslo bien para hacer honor al
Artífice cuya obra somos... Seamos lo que Dios quiere con tal de que seamos suyos, sin empeñarnos en
ser lo que nosotros queremos, contra sus deseos; pues, aunque fuéramos las más excelentes criaturas del
cielo, no nos serviría de nada, si no es ésa la voluntad de Dios».
Si aceptamos decididamente nuestra vocación, nos esforzaremos por cumplir todos los deberes que ésta
nos impone, sin dejarnos nunca llevar por multitud de deseos de obras extraordinarias, que distraerían
nuestro espíritu, apartándonos de nuestro deber. Lo que cuenta a los ojos de Dios no son los grandes y
vanos deseos, sino la fidelidad a los humildes deberes cotidianos:
«Es bueno desear mucho, pero hay que poner orden en los deseos y hacer que se realicen, cada uno en
tiempo oportuno y según nuestra capacidad. Se evita que las viñas y los árboles se pueblen de hojas para
que éstas no se lleven la humedad y la savia e impidan al árbol dar frutos, haciendo que toda su fuerza
natural se reduzca a dar hojas. Es buena cosa impedir la proliferación de deseos, pues nuestra alma podría
entretenerse con ellos, descuidando los resultados que, aunque sean pobres, son siempre más útiles que
los grandes deseos de cosas que están fuera de nuestro alcance; por eso, Dios prefiere nuestra fidelidad en
las cosas pequeñas que nos encomienda, mucho más que el ardor por las grandes que no dependen de
nosotros».
San Francisco de Sales conocía bien esa debilidad de nuestra naturaleza, que muestra un extraordinario
valor ante peligros imaginarios, pero que retrocede enseguida ante la más pequeña dificultad que
encontramos todos los días. Por ello, reconduce nuestro esfuerzo, que tiende a irse por las nubes, hacia su
objetivo real, que es la prosaica realidad:
«Poned empeño en aprovechar las pequeñas ocasiones que Dios os va presentando, poned en ello vuestra
virtud y no en desear grandes empresas; porque suele suceder que se deja uno vencer por un mosquito y
está combatiendo contra monstruos imaginarios».
El obispo no se cansa de recordarnos esta realidad cotidiana:
«Aprovechad las diarias contradicciones para mortificaros, aceptándolas con amor y dulzura».« Porque
esas contradicciones no son fantasías, ni son según nuestro gusto. Precisamente por eso tienen gran valor:
«Las mortificaciones que no van condimentadas con la salsa de nuestra propia voluntad son las mejores y
las más excelentes, como las que nos tropezamos por la calle, sin pensar en ellas ni buscarlas, y las de
cada día, aunque sean pequeñas». Ejercitándonos en soportarlas con dulzura adquiriremos la suficiente
fuerza de ánimo para resistir el martirio o para vivir abandonados en Dios, con un desprendimiento total.
«Aprendamos a sufrir con gusto las palabras humillantes y que tienden a despreciar nuestras opiniones y
nuestro modo de pensar; después aprenderemos a sufrir el martirio, a anonadarnos en Dios y a hacernos
insensibles a todo».
Pero ¡qué grande es nuestra inconsecuencia! Con la imaginación, aceptamos heroicamente los
sufrimientos más terribles, que no se presentarán, probablemente, jamás; y en la realidad, huimos
vergonzosamente de las humildes cruces de cada día.
«Hay almas que se forjan grandes proyectos de prestar excelentes servicios a nuestro Señor, con obras
eminentes y sufrimientos extraordinarios, pero esas ocasiones no se presentan y quizá no se presenten
jamás. Con ello creen haber hecho un gran acto de amor. En esto se equivocan a menudo, pues sucede
que se creen capaces de abrazar grandes cruces futuras y huyen de inmediato del peso de las presentes,
que son menores. ¿No es una gran tentación ser tan valientes en la imaginación y tan cobardes en la realidad?»."
El obispo escribía así a una religiosa que soñaba con verter su sangre para dar testimonio de su fidelidad a
Dios:«Sobre todo, no deseéis persecuciones para probar vuestra fidelidad, pues vale más esperar las que
Dios nos envíe que desearlas. Tenéis muchas otras ocasiones para ejercitar vuestra fidelidad: la humildad,
la dulzura, la caridad al servicio de vuestro pobre enfermo, pero con un servicio cordial, amoroso y lleno
de afecto. Dios os da un poco de tiempo para que hagáis provisión de paciencia y resistencia; ya vendrá
luego el momento de emplearlas».''
Mantengámonos más cerca de la realidad: «No siempre encontramos en nuestro camino grandes acciones;
pero siempre podremos hacer excelentemente las pequeñas, es decir, con mucho amor» .
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Y eso es lo que él hacía.Entonces, ¿por qué se negó durante tanto tiempo a dejarse retratar? Él, que
siempre se hacía todo para todos y que había dicho: «ya que estamos obligados por imperativo de la
caridad a transmitir al prójimo la imagen de nuestra alma, haciéndole partícipe, con franqueza y sin envidia, de lo que hemos aprendido sobre la ciencia de la salvación, no deberíamos poner trabas para
proporcionar a nuestros amigos el consuelo que desean de tener ante sus ojos, mediante la pintura, la
imagen de nuestro cuerpo» .
Quizá lo consideraba una vanidad: «Me dicen, escribía, que nunca me han retratado bien; pero creo que
eso importa poco».'' El caso es que se negó durante mucho tiempo a que le retrataran, hasta el punto de
que hubo que recurrir a una estratagema para que se decidiera.«Una dama devota» -probablemente la Sra.
de Granieu- convenció a Miguel Favre para que intercediera ante el obispo. Miguel Favre era el confesor
del Santo, y le dijo «con cierto aire severo... que estaba siendo causa de algunos pecados veniales de
murmuración y de inquietud, que cometía la gente por su resistencia a dejarse retratar, y que le rogaba
que se enmendase».
Atrapado en esta emboscada, el buen Santo obedeció con admirable humildad.
Y el retrato colmó de gozo a la Sra. de Granieu. El obispo le escribió así, con este motivo: «¡Dios mío!,
querida hija, ¡qué será el ver eternamente el rostro del Padre celestial tal como es, puesto que el retrato
mudo y muerto de un mísero mortal tanto regocija el corazón de una hija que le ama! Me respondéis que
ese retrato no está mudo, porque habla a vuestro espíritu y le dice hermosas palabras. Pero eso solamente
lo oyen vuestros oídos, porque oyen con tanta finura que, sin decir una sola palabra, os habla y os recuerda lo que me habéis oído en el púlpito, cuando os decía que la voluntad de Dios es vuestra
santificación»."
San Francisco de Sales no nos dice jamás otra cosa, y la sencillez a la que nos exhorta, es la adhesión a la
voluntad divina, es el camino que nos conduce derechos a la santidad.
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