San Francisco Sales

San Francisco Sales

QUE HEMOS DE PURIFICARNOS DE LAS MALAS INCLINACIONES 

Tenemos también, Filotea, ciertas inclinaciones naturales, las cuales, porque no tienen su origen en nuestros pecados particulares, no son propiamente pecado, ni mortal ni venial, pero se llaman imperfecciones, y sus actos se llaman efectos o faltas.

Por ejemplo, Santa Paula según refiere San Jerónimo, tenía una gran inclinación a la tristeza y a la melancolía.
 Esto era una imperfección, pero no un pecado, pues ocurría contra su deseo y voluntad. Hay personas que son naturalmente ligeras, otras ásperas, otras contrarias a aceptar fácilmente el parecer de los demás, otras propensas a la indignación, otras a la cólera, otras al amor, y, por decirlo en breves palabras, son pocas las personas en las cuales no se pueda echar de ver alguna imperfección. Ahora bien, aunque estas imperfecciones sean propias y como connaturales a cada uno de nosotros, no obstante, con el ejercicio y afición contraria, pueden corregirse y moderarse, y aun puede el alma purificarse y librarse totalmente de ellas. Y esto es, Filotea, lo que debes hacer. Se ha encontrado la manera de endulzar los almendros amargos, haciendo un corte al pie del tronco, para que salga la savia. ¿ Por qué no hemos de poder nosotros hacer salir de nuestro interior las inclinaciones perversas, para llegar a ser mejores? No existe ningún natural tan bueno que no pueda malearse con los hábitos viciosos; tampoco hay un natural tan rebelde que, con la gracia de Dios, ante todo, y después con trabajo y diligencia, no pueda ser domado y superado. Ahora, pues, voy a darte los avisos y proponerte los ejercicios, con los cuales purificarás tu alma de las aficiones y de todo afecto a los pecados veniales, 

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También hay virtudes abyectas y virtudes honrosas: la paciencia, la mansedumbre, la simplicidad y la humildad son virtudes que los mundanos tienen por viles y abyectas; al contrario, tienen en mucha estima la prudencia, el valor, la liberalidad. Y, aun entre los actos de una misma virtud, unos son objeto de desprecio y otros de honra: dar limosna y perdonar las injurias son actos de caridad; el primero es honrado por todos, y el segundo despreciable a los ojos del mundo. Un joven noble o una doncella que no se entreguen al desorden de una pandilla desenfrenada en el hablar, en el jugar, en el bailar, en el beber, en el vestir, serán criticados o censurados por los demás y su modestia será calificada de hipocresía o afectación: pues bien, amar esto es amar la propia abyección. He aquí otra manera de amarla: vamos a visitar a los enfermos; si soy enviado al más miserable, esto será para mi un motivo de abyección, según el mundo, y, por esto mismo la amaré; si me envían a visitar a los de categoría, será una abyección según el espíritu, porque en ello no hay tanta virtud ni mérito ' y por lo tanto, amaré esta abyección. El que cae en medio de la calle, además del daño que se hace, es objeto de burla; es menester querer esta abyección. Hay faltas en las cuales no se encuentra otro mal que la abyección; la humildad no nos exige que las cometamos expresamente, pero exige que no nos inquietemos cuando las hayamos cometido: tales son ciertas ligerezas, faltas de educación, descuidos, las cuales hay que evitar, por razones de buena educación y de prudencia, antes de que se cometan; pero una vez cometidas, hay que aceptar la abyección que de ellas proviene, y hay que aceptarla de buen grado, para practicar la santa virtud de la humildad

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DE LA DULZURA CON NOSOTROS MISMOS 
Una de las mejores prácticas de la dulzura, en la cual nos deberíamos ejercitar, es aquella cuyo objeto somos nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos contra nosotros ni, contra nuestras imperfecciones, pues si bien la razón quiere que, cuando cometemos faltas, sintamos descontento y aflicción, conviene, no obstante, que evitemos un descontento agrio, malhumorado, despechado y colérico. En esto cometen una gran falta muchos que, después de haberse encolerizado, se enojan de haberse enojado, se desazonan de haberse desazonado, y sienten despecho de haberlo sentido; porque, por este camino, tienen el corazón amargado y lleno de malestar, y si bien parece que el segundo enfado ha de destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de paso a un nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión se presente; aparte de que estos disgustos, despechos y asperezas contra sí mismo, tiende hacia el orgullo y no tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y se impacienta al vernos imperfectos. Por lo tanto, el disgusto por nuestras faltas ha de ser tranquilo, sereno y firme; porque, así como un juez castiga mejor a los malos dictando sus sentencias, según razón y con ánimo tranquilo, que dictándolas con impetuosidad y pasión, pues entonces no castiga las faltas por lo que éstas son, sino por lo que es él mismo; así nosotros nos castigamos mejor con arrepentimientos tranquilos y constantes, que con arrepentimientos violentos, agrios y coléricos, pues los arrepentimientos violentos no son proporcionados a la gravedad de nuestras culpas, sino a nuestras inclinaciones. Por ejemplo, el que ama la castidad se revolverá con mayor amargura contra la más leve falta cometida en esta materia, y, en cambio, se reirá de una grave murmuración en la que hubiere incurrido. Al contrario, el que detesta la maledicencia se atormentará por haber murmurado levemente, y no hará caso de una falta grave contra la castidad, y así de las demás faltas; y ello no es debido a otra cosa sino a que el juicio que forman en su conciencia no es obra de la razón, sino de la pasión. Créeme, Filotea, así como las reprensiones de un padre, hechas dulce y cordialmente, tienen más eficacia para corregir que los enfados y los enojos; así también, cuando nuestro corazón ha cometido alguna falta, si le reprendemos con advertencias dulces y tranquilas, llenas más de compasión que de pasión contra él, y le animamos a enmendarse, el arrepentimiento que concebirá entrará mucho más adentro y le penetrará mejor que no lo haría un arrepentimiento despechado, airado y tempestuoso.

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CAPÍTULO XI DE LA INQUIETUD
La inquietud no es una simple tentación, sino una fuente de la cual y por la cual vienen muchas tentaciones: diremos, pues, algo acerca de ella. La tristeza no es otra cosa que el dolor del espíritu a causa del mal que se encuentra en nosotros contra nuestra voluntad; ya sea exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya interior, como ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación. Luego, cuando el alma siente que padece algún mal, se disgusta de tenerlo, y he aquí la tristeza, y, enseguida desea verse libre de él y poseer los medios para echarlo de sí. Hasta este momento tiene razón, porque todos, naturalmente, deseamos el bien y huimos de lo que creemos que es un mal.

 Si el alma busca, por amor de Dios, los medios para librarse del mal, los buscará con paciencia, dulzura, humildad y tranquilidad, y esperará su liberación más de la bondad y providencia de Dios que de su industria y diligencia; si busca su liberación por amor propio, se inquietará y acalorará en pos de los medios, como si este bien dependiese más de ella que de Dios. No digo que así lo piense, sino que se afanará como si así lo pensase. 

Y, si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en inquietud y en impaciencia, las cuales, lejos de librarla del mal presente, lo empeorarán, y el alma quedará sumida en una angustia y una tristeza, y en una falta de aliento y de fuerzas tal, que le parecerá que su mal no tiene ya remedio. He aquí, pues, cómo la tristeza, que al principio es justa, engendra la inquietud, y ésta le produce un aumento de tristeza, que es mala sobre toda medida.

 La inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma, fuera del pecado; porque, así como las sediciones y revueltas intestinas de una nación la arruinan enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de la misma manera nuestro corazón, cuando está interiormente perturbado e inquieto, pierde la fuerza para conservar las virtudes que había adquirido, y también la manera de resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace entonces toda clase de esfuerzos para pescar a río revuelto, como suele decirse. 

La inquietud proviene del deseo desordenado de librarse del mal que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin embargo, nada hay que empeore más el mal y que aleje tanto el bien como la inquietud y el ansia. Los pájaros quedan prisioneros en las redes y en las trampas porque, al verse cogidos en ellas, comienzan a agitarse y revolverse convulsivamente para poder salir, lo cual es causa de que, a cada momento, se enreden más. Luego, cuando te apremie el deseo de verte libre de algún mal o de poseer algún bien, ante todo es menester procurar el reposo y la tranquilidad del espíritu y el sosiego del entendimiento y de la Voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir el logro de los deseos, empleando, con orden, los medios convenientes; y cuando digo suavemente, no quiero decir con negligencia, sino sin precipitación, turbación e inquietud; de lo contrario, en lugar de conseguir el objeto de tus deseos, lo echarás todo a perder y te enredarás cada vez más.


«Mi alma-decía David siempre está puesta, ¡oh Señor!, en mis manos, y no puedo olvidar tu santa ley.» Examina, pues, una vez al día a lo menos, o por la noche y por la mañana, si tienes tu alma en tus manos, o si alguna pasión o inquietud te la ha robado: considera si tienes tu corazón bajo tu dominio, o bien si ha huído de tus manos, para enredarse en alguna pasión des ordenada de amor, de aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de alegría. Y si se ha extraviado, procura, ante todo, buscarlo y conducirlo a la presencia de Dios, poniendo todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y la dirección de su divina voluntad. Porque, así como los que temen perder alguna cosa que les agrada mucho, la tienen bien cogida de la mano, así también, a imitación de aquel gran rey, hemos de decir siempre: «¡Oh Dios mío!, mi alma está en peligro; por esto la tengo siempre en mis manos, y, de esta manera, no he olvidado tu santa ley». 

No permitas que tus deseos te inquieten, por pequeños y por poco importantes que sean; porque, después de los pequeños, los grandes y los más importantes encontrarán tu corazón más dispuesto a la turbación y al desorden. Cuando sientas que llega la inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve no hacer nada de lo que tu deseo reclama hasta que aquélla haya totalmente pasado, a no ser que se trate de alguna cosa que no se pueda diferir; en este caso, es menester refrenar la corriente del deseo, con un suave y tranquilo esfuerzo, templándola y moderándola en la medida de lo posible, y hecho esto, poner manos a la obra, no según los deseos, sino según razón. 

Si puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a lo menos, a algún confidente y devoto amigo, no dudes de que enseguida te sentirás sosegada; porque la comunicación de los dolores del corazón hace en el alma el mismo efecto que la sangría en el cuerpo que siempre está calenturiento: es el remedio de los remedios. Por este motivo, dio San Luis este aviso a su hijo: «Si sientes en tu corazón algún malestar, dilo enseguida a tu confesor o a alguna buena persona, y así podrás sobrellevar suavemente tu mal, por el consuelo que sentirás.»

LA TRISTEZA

Hay la tristeza buena y la mala.

La tristeza mala perturba el alma, la inquieta, infunde temores excesivos, hace perder el gusto por la oración, adormece y agota el cerebro, priva al alma del consejo, de la resolución, del juicio, del valor, y abate las fuerzas; en una palabra, es como un invierno crudo que priva a la tierra de toda su belleza y acobarda a los animales, porque quita toda suavidad al alma y la paraliza y hace impotente en todas facultades.

Filotea, si alguna vez te acontece que te sientes atacada de esta tristeza, practica los siguientes remedios: «Si alguno está triste -dice Santiago-, que ore»: la oración es el más excelente remedio, porque eleva el espíritu a Dios, que es nuestro único gozo y consuelo. Mas, al orar, hemos de excitar afectos y pronunciar palabras, ya interiores ya exteriores, que muevan a la confianza y al amor de Dios, como: « ¡Oh Dios de misericordia! ¡Dios mío bondadosísimol ¡Salvador de bondad! ¡Dios de mi corazón! ¡Mi gozo, mi esperanza, mi amado esposo, bienamado de mi alma!» y otras semejantes.

Esfuérzate en contrariar vivamente las inclinaciones de la tristeza, y, aunque te parezca que en este estado, todo lo haces con frialdad, pena y cansancio, no dejes, empero, de hacerlo; porque el enemigo, que pretende hacernos aflojar en nuestras buenas obras mediante la tristeza, al ver que, a pesar de ella, no dejamos de hacerlas, y que, haciéndolas con resistencia, tienen más valor, cesa entonces de afligirnos. Canta himnos espirituales, porque el maligno ha desistido, a veces, de sus ataques, merced a este medio, como lo atestigua el espíritu que asaltaba o se apoderaba de Saúl, cuya vehemencia cedía ante la salmodia. Es muy buena cosa ocuparse en obras exteriores, y variarlas cuanto sea posible, para distraer el alma del objeto triste, purificar y enfervorizar el corazón, pues la tristeza es una pasión de suyo fría y árida. Haz actos exteriores de fervor, aunque sea sin gusto, como abrazar el crucifijo, estrecharlo contra el pecho, besarle las manos y los pies, levantar los ojos al cielo, elevar la voz hacía Dios con palabras de amor y de confianza, como ésta: «Mi amado para mí y yo para Él. Corno manojito de mirra es mi Amado para mí. Él reposará sobre mi pecho. Mis ojos se derriten por Ti, ¡ oh Dios mío!, diciendo: ¿ Cuándo me consolarás? ¡Oh Jesús!, seas para mí Jesús; viva Jesús, y vivirá mi alma. ¿ Quién me separará del amor de mi Dios?», y otras semejantes. La disciplina moderada es buen remedio contra la tristeza, porque esta voluntaria aflicción exterior impetra el consuelo interior, y el alma al sentir los dolores de fuera, se distrae de los de dentro. La frecuencia de la Sagrada Comunión es excelente, porque este pan celestial robustece el corazón y regocija el espíritu. Descubre todos los sentimientos, afectos y sugestiones que nacen de la tristeza a tu director y a tu confesor, con humildad y fidelidad; busca el trato de personas espirituales, y conversa con ellas, cuanto puedas, durante este tiempo. Y, principalmente, resígnate en las manos de Dios, disponiéndote a padecer esta enojosa tristeza con paciencia, como un justo castigo a tus vanas alegrías, y no dudes de que Dios, después de haberte probado, te librará de este mal.

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