del sufrimiento a la paz. 3.2 despertar

del sufrimiento a la paz:

3.2. Despertar
Despertar es el primer acto de salvación. La conciencia es como una minúscula isla, de pocos kilómetros cuadrados, situada en medio de un océano de profundidades insondables y horizontes casi infinitos. Este océano se llama el subconsciente. A la vista nada se advierte. Todo está en calma. Pero en lo profundo todo es movimiento y amenaza. Hay volcanes dormidos que, de pronto, pueden entrar en erupción, energías ocultas que guardan retenida el alma de un huracán, fuerzas propulsoras que encierran gérmenes de vida o de muerte. El hombre, por lo general, es un sonámbulo que camina, se mueve, actúa, pero está dormido. Se inclina en una dirección, y con frecuencia no sabe por qué. Irrumpe aquí, grita allá; ahora corre, más tarde se detiene; acoge a éste, rechaza a aquél, llora, ríe, canta; ahora triste, después contento: son, generalmente, actos reflejos y no plenamente conscientes. A veces, da la impresión de ser un títere movido por hilos misteriosos e invisibles. Es el mar profundo del hombre, el lado irracional y desconocido que, mediante mecanismos que parecerían sortilegios, lo van llevando en direcciones inesperadas y, en ocasiones, por rumbos disparatados. ¿Qué se hizo de la brújula? ¿Funciona todavía la libertad? Cuántas veces el hombre no entiende nada. Y sufre.
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Sufre porque está dormido. No se da cuenta de que, como lo diremos tantas veces, el sufrimiento humano es puramente subjetivo. La mente es capaz de dar a luz fantasmas alucinantes, que luego atormentarán sin piedad a quien los engendró. Los miedos son, generalmente, sombras fantásticas, sin fundamento ni base en la realidad. El hombre está dormido.
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Y dormir significa estar fuera de la objetividad. Dormir es sacar las cosas de su dimensión exacta. Es exagerar los perfiles negativos de los acontecimientos-personas-cosas. Dormir es proyectar mundos subjetivos sobre los sucesos exteriores. Las inseguridades y temores son, por lo general, hijos de una obsesión. El miedo —insisto— engendra y distingue fantasmas por todas partes: éste no me quiere, aquél está en contra de mí, ese proyecto está destinado a fracasar, todos se han conjurado contra mí, están tramando desplazarme del cargo, aquellos otros me han retirado su confianza aquélla ya no me mira bien, aquella otra no me saluda como antes, ¿qué le habrán contado acerca de mí?; la de más allá se muestra ahora fría y distante conmigo, ¿qué habrá pasado?... Y todo no es sino un engaño, o, al menos, una espantosa magnificación o mucha suposición. No hay nada de eso, o muy poco. Está dormido. Muchas personas viven estos sustos y alucinaciones en pleno día, con el mismo realismo con que se viven las pesadillas a media noche.
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Los fantasmas narcisistas pueblan su alma de ansiedades, y no se dan cuenta de que todo es materia subjetiva, de que están dormidos. De tanto dar vueltas a sucesos infelices, acaban magnificándolos, y no se dan cuenta de que están soñando. Les sucede lo mismo que a las bolas de nieve: cuantas más vueltas dan, más grandes se hacen. De pronto, se sienten atenazados por el terror, sin caer en la cuenta de que sólo se trata de una manía persecutoria, una alucinación que inventa y dibuja sombras siniestras, cuando, en realidad, nada de eso existe; están dormidos. Hechos intrascendentes los transforman en dramas, y peripecias ridículas las revisten con ropajes de tragedia. Están dormidos. No quiero decir que todo esto suceda a la mayoría de las personas en este tono y con este colorido. También hay muchos sujetos verdaderamente objetivos, por supuesto. Sin embargo, el trato con numerosas personas, a lo largo de no pocos años, me ha enseñado que la proyección subjetiva es, si bien en grados y momentos diferentes, un hecho mucho más generalizado de lo que se cree. De todos modos, en el presente caso me estoy refiriendo en particular a quienes tienen tendencias subjetivas, aunque no necesariamente en un grado elevado: los tipos aprensivos, obsesivos, acomplejados, pesimistas... Y no se trata de neurosis, sino de personas con inclinaciones subjetivas. Al exterior, su comportamiento no se diferencia del de los demás; pero interiormente no viven, agonizan.
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Es preciso despertar. Y despertar es salvarse; es economizar altas cuotas de sufrimiento. ¿Qué es, pues, despertar? Es el arte de ver la naturaleza de las cosas, en uno mismo y en los demás, con objetividad, y no a través del prisma de mis deseos y temores. Despertar es tomar conciencia de tus posibilidades e imposibilidades. Las posibilidades, para abordarlas, y las imposibilidades, para dejarlas de lado; darte cuenta de si un determinado hecho tiene remedio o no; si lo tiene, para encontrarle solución; si no lo tiene, para olvidarlo; tomar conciencia de que los hechos consumados, consumados están, y es inútil darse de cabeza contra ellos. Despertar es darte a ti mismo un toque de atención para caer en la cuenta de que te estás torturando con pesadillas que son pura fantasía, de que lo que te espanta no es real; darte cuenta de que estás exagerando, sobredimensionando cosas insignificantes, y que las suposiciones de tu cabeza las estás revistiendo con visos de veracidad. No te das cuenta de que tus aprensiones son sueños malditos, y nada más; y tus temores, puras quimeras. ¿Por qué tomarlas en consideración? Déjalas a un lado, porque son meros abortos de tu mente. Saber que los sueños, sueños son; saber dónde comienza la ilusión y dónde la realidad. Saber que todo pasará, que aquí no queda nada, que todo es transitorio, precario, efímero. Que las penas suceden a las alegrías, y las alegrías, a las penas; saber que aquí abajo nada hay absoluto; que todo es relativo, y lo relativo no tiene importancia o tiene una importancia relativa. Despertar, en suma, es saber que estabas durmiendo. Basta despertar, y se deja de sufrir. A media noche, el mundo está cubierto de tinieblas. Amaneces, y... ¿dónde se escondieron las tinieblas? No se escondieron en ninguna parte. Sencillamente, no eran nada. Y al salir la luz se ha comprobado que eran nada. De la misma manera, cuando tú estabas dormido, tu mente estaba poblada de sombras y tristeza. Amanece (despiertas), y ahora ves que tus temores y tristezas eran nada. Y al despertar se esfuma el sufrimiento, como se esfumaron las tinieblas al amanecer. Basta despertar, y se deja de sufrir.
Siempre que te sorprendas a ti mismo, en cualquier momento del día o de la noche, agobiado por la angustia o el temor, piensa que estás dormido o soñando; haz una nueva y correcta evaluación de los hechos, rectifica tus juicios, y verás que estabas exagerando, presuponiendo, imaginando. Dedícate asiduamente al ejercicio de despertar. Siempre que te encuentres turbado, levanta la cabeza y sacúdela; abre los ojos y despierta. Muchas tinieblas de tu mente desaparecerán, y grandes dosis de sufrimiento se esfumarán. Verás. Este es el segundo ángel en el camino: despertar. A lo largo de los capítulos siguientes, frecuentemente haremos resonar este clarín: ¡despierta!

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